20 años, toda su vida, llevaba
Paul Nbiye viviendo en su aldea natal. Pobre, muy pobre, lo justo para sobrevivir
como casi todos en su pueblo. Una cabaña en la que vivía con su madre y
hermanos y unas cabras de las que obtenía, mediante trueques, lo justo para
vivir. Su infancia no fue especial, parecida a la de los demás chicos de su
pueblo, a la escuela de una de tantas ONG, aprender unas palabras de inglés y más
que lo justo de francés porque con su idioma natal no pueden entenderse mucho más
allá de unos kilómetros alrededor de su aldea. Aunque siempre fue de los más
listos en su aldea y en la escuela, su baja condición social no le permitió
continuar estudiando una vez acabada la primaria.
Como todos los de su pueblo,
exceptuando al hijo del jefe al que enviaron a un colegio privado y más tarde a
la universidad, de vuelta a su pueblo se ha pasado varios años cuidando las
cabras del rebaño familiar. En su pueblo sólo hay cabras, y no muchas. Muchos
de su edad emigran a las ciudades buscando trabajos para subsistir o se
desplazan por temporadas a otras zonas a trabajar para las compañías madereras
o mineras que se llevan la riqueza de su país a precio de saldo, pagando a los
jefes corruptos que les gobiernan y condenan a esta forma de vida de
subsistencia. O, en peores casos, se van como soldados o paramilitares mercenarios
para cualquiera de las múltiples facciones que buscan hacerse con el control de
los recursos naturales.
El caso es que un día de hace dos
o tres años, llegaron unos tipos a su poblado que les ofrecieron, a él y a otros
de su edad, un trabajo en Europa. En unos grandes almacenes dijeron, TOP MANTA
o algo así. El no había oído hablar de ellos en su vida pero le dijeron que
estaban expandidos por todos los países y que el trabajo estaba asegurado. Solo
había un pero, el viaje costaba 2.500 dólares. Ellos se encargaban de todo:
recogida del personal y transporte hasta la frontera con Europa. Una vez
dentro, la organización se encargaría de la formación en ventas y del contrato
de trabajo.
Europa. El conocía de Europa
lo que ven en la televisión por satélite del jefe del poblado, que les deja ver
los partidos de fútbol, pero la verdad es que pinta bien. Así que tras varios
años de ahorro y la venta de su parte del rebaño familiar, con los 2.500 dólares en las
manos se despidió de su madre y hermanos con pena en el corazón. Montó en una
camioneta en la que vinieron a recogerle y salió de su pueblo, de su pequeño
mundo conocido.
Tras recoger a otros dieciocho o
veinte chicos en otras aldeas, la camioneta giró al norte y al cabo de varios días
atravesaron un desierto. Los de la Organización no les trataron muy bien cuando
se quejaron por el calor, la falta de agua y el frío nocturno que se pasaba en
la trasera de la camioneta, sin toldo ni techo en el que resguardarse. De
hecho, él intuyó que algo iba mal cuando a uno de los chicos, al más protestón,
le bajaron y le dejaron en el desierto junto con otro que se había sentido mal
durante la noche anterior. Ya no tenía solución. Les habían entregado su
dinero, estaban a muchos kilómetros de sus casas y por no tener no tenían ni
otra ropa que ponerse. Solo él y lo que llevaba puesto.
Al cabo de varios días llegaron a
una especie de monte donde había una especie de campamento gigante con multitud
de personas. Les dejaron allí y, según quedaron solos, unos policías
uniformados y otros que no lo estaban y dijeron ser los “guardias del monte”
les despojaron de las pocas cosas que les quedaban en los bolsillos. Uno de
esos “guardias del monte” le reconoció por ser de su poblado. Tuvo suerte,
piensa ahora. Le explicó que llevaba ocho meses allí y que ese sitio se llama
Monte Gurugú. También le contó que entrar en Europa era muy difícil, que los
guardias marroquíes les despojan de cuanto tienen, que los guardias españoles
les lanzan pelotas de goma con escopetas y que han puesto concertinas. ¿Concertinas?
¿Nos reciben con música?, pensó.
Llevaba dos semanas en el monte
ese, protegido por el “guardia” que era de su poblado, cuando le dijeron que iban
a entrar en Europa nadando esa misma noche. El sabía nadar lo justo para
tirarse y salir a la orilla en el charco que llamaban río en su pueblo pero aún
así, convencido, se unió a los ciento cincuenta o doscientos decididos a darse
el chapuzón esa noche. El amanecer fue un horror. Muchos heridos y entre
dieciocho y veinte que no volvieron del intento. ¿Habrían pasado? El estaba
dispuesto a volver a intentarlo las veces que fuesen necesarias. No tenía nada.
O, mejor dicho, solo se tenía a si mismo.
La semana siguiente decidieron
que iban a saltar las vallas. Ahora sabía que las concertinas no eran
agrupaciones musicales y que producían cortes de consideración. Pero no le
quedaba otra. Al final, como todos estaban dispuestos a saltar decidieron hacer
grupos de mucha gente y que lo intentarían por varios sitios distintos. Alguno tendría suerte.
Cuando consiguió saltar la valla,
junto con otros ciento cincuenta o doscientos, se formó un revuelo increíble. Todos
saltando y gritando, contentos porque lo habían logrado. Europa, están en
Europa. Luego fueron a un sitio al que llaman CETI y que es el centro
de formación de la cadena comercial TOP MANTA.
Lo que no sabe es porque todos se pusieron a gritar ¡Barça, Barça!.
Eso no puede traer nada bueno sabiendo que Rajoy, Rubalcaba y todos los verdes
de la Benemérita son del Real Madrid.